SINDICATO UNITARIO DE LA GOBERNACIÓN DEL VALLE DEL CAUCA
NOSOTROSCONTACTO 19 Abr, 2024

Que no muera la esperanza… ¡La guerra debe terminar! (Análisis)

Cincuenta años de barbarie deben terminar. Y si darle solidez al proceso de diálogo implica el cese bilateral del fuego, los colombianos debemos rodear esa iniciativa y decirle a los “amigos de la guerra” que sus voces de contrariedad terminarán ahogadas en medio de quienes gritan: “Que termine la guerra ya”

Por Fernando Alexis Jiménez

La imagen más dramática que recuerdo de la incursión de los paramilitares en el Valle del Cauca, es la de un perro famélico que permaneció una semana junto al rancho en ruinas donde cinco personas–dos adultos y tres niños–fueron asesinados. El noble animal no podía entender que sus dueños habían muerto el 22 de octubre de 1999 en el sector de San Marcos, comprensión rural de Buenaventura. Sobre las razones de su “ajusticiamiento” sólo se podía leer un grafitti pintado con aerosol rojo en una de las paredes de la casita que decía: “Fuera guerrilleros h.p.

La imagen me impactó muchísimo cuando llegué con otras personas, como parte de la Comisión de Verificación. El propósito era identificar sobre el terreno las condiciones anteriores y posteriores a la arremetida de los paras. Por si no lo recuerda, un día después de las muertes selectivas, se produjo un desplazamiento masivo de 450 campesinos del corregimiento 8, del que hacían parte además de San Marcos, los sectores de Guainía, Sabaletas, Aguaclara y Llano bajo.

Me impactó tanto aquella imagen que en mi columna semanal “Desde la Provincia”, publicada en el diario Occidente, hice alusión a la dramática escena y a la fidelidad del perro que no entendía de política, que no se preocupaba porque sus amos le vendieran víveres por igual a la insurgencia o a la fuerza pública obligados por las circunstancias, ni se inquietaba en determinar quién tenía la “verdad revelada”. Y ese escrito me valió una “advertencia amistosa” de alguien que me dijo: “Los del Bloque Calima están molestos con lo que dijiste. Cuídate.” Y salvo la denuncia respectiva ante las autoridades–que dicho sea de paso no terminó en nada–, lo único que me quedó fue la decisión unilateral de cancelar definitivamente mis escritos semanales en el Diario Occidente.  

Años después, vinculado a la Alta Consejería para la Paz y los Derechos Humanos, conocí la historia de una mujer a quien la guerrilla le cobraba por la entrega de su marido. El caso es que… el maestro había sido muerto tiempo atrás… Le estaban cobrando por la devolución del cadáver…

Dos caras de una misma guerra. Dos perspectivas distintas de una confrontación que lleva más de cincuenta años y que –afortunadamente y para bien de los columbianos–apunta a su terminación. Dos miradas a un ambiente bélico, en el que hay quienes ganan  altos dividendos por vender armas sin importar su destino: La insurgencia o los grupos privados. Y un común denominador: El hombre o mujer de a pie que mueren en medio del conflicto; el sindicalista que recibe amenazas por defender los derechos laborales; el dirigente comunitario al que le llegan panfletos por organizar movilizaciones barriales; el activista de izquierda que termina conminado a irse de su cuadra simplemente por pensar distinto.  Y la lista podría ser interminable…

Esas son razones de peso para insistir que esta guerra debe terminar y que, poner talanqueras a un cese bilateral del fuego es no solamente una actitud egoísta sino criminal. Es tanto como empecinarse en perpetuar la barbarie en la que mueren quienes no tienen con qué defenderse o sencillamente, no están inmersos en la pelea.

Superar la desconfianza: Un largo camino

Los hechos políticos del 9 de abril de 1948 que dieron inicio a la denominada “Violencia” y que sirvió para alimentar movimientos populares declarados “insurgentes” a pesar de que procuraban reivindicar la justa distribución de tierras, tuvieron como punto alto la primera amnistía contemporánea, promulgada por el dictador Gustavo Rojas Pinilla. Cientos de guerrilleros liberales del llano, bajo el mando de Guadalule Salcedo, entregaron las armas creyendo en la seriedad de las propuestas del gobierno.

Durante la Administración de Belisario Betancur, en 1982, se impulsó un proyecto de amnistía que en menos de un año se convirtió en Ley, y que abría las puertas para la desmovilización de insurgentes de las Farc. El 28 de marzo de 1984 en La Uribe (Meta) se firmó el acuerdo del cese al fuego por parte de la organización armada. Se pactaron, entre otros aspectos, la modernización de las instituciones, el fortalecimiento de la democracia y el establecimiento de garantías para que integrantes de la insurgencia participaran de actividades políticas legales. Se reconoció además la oposición como actor político. Fruto de ese acuerdo surgió la Unión Patriótica.

A su turno el M-19 y el EPL iniciaron negociaciones con el Gobierno nacional. Los diálogos se establecieron en Corinto–Cauca– y El Hobo–Huila–. El proceso terminó con la firma de un acuerdo el 24 de agosto de 1984.

Pero aunque muchos colombianos guardaban la esperanza de que la guerra se acercaba a su fin, todos los acuerdos se rompieron en 1985. ¿La razón? Falta de garantías para ejercer la oposición, ataques a la población civil, y el surgimiento de grupos paramilitares.

¿Los autores? Las “fuerzas oscuras” que generalmente aparecen en todos los procesos de negociación que procuran la paz. Las mismas fuerzas que integran quienes aman la guerra y consideran que la fuerza de las armas y la violencia tiene más contundencia que el peso de los argumentos.

Cuando Virgilio Barco asciende al poder en 1986, lo hizo al amparo del programa “Iniciativa por la Paz” que reavivó la llama de la esperanza entre los colombianos, y que se reflejó en la desmovilización del M-19 el 9 de marzo de 1990 y del EPL –tres meses después–un histórico 16 de mayo.

Y volvieron a soplar los “vientos de guerra”

Decenas de desmovilizados murieron y se emprendieron las “exhaustivas investigaciones” para dar con los autores. Investigaciones que no terminaron en nada y que minaron de nuevo la confianza de los colombianos.

Cuando César Gaviria llega al poder en 1990, en medio de la Asamblea Nacional Constituyente, promueve acercamientos con las Farc, exploración que se rompe con el bombardeo a “Casa Verde”, cuna de esa organización armada. Nuevamente se intensificó el conflicto.

La luz de esperanza volvió a brillar muy tenue entre abril y junio de 1992 cuando el Gobierno Nacional estableció las negociaciones de paz con la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar (conformada por las FARC, ELN y el EPL) en Tlaxcala, México. La agenda abarcaba diez puntos, sin embargo, tras el secuestro y posterior muerte del ex ministro Argelino Durán por parte de guerrilleros del EPL los diálogos llegaron a su fin el 4 de mayo de 1992.

Avances pero no acuerdos definitivos para cesar el conflicto

César Gaviria logró acuerdos de paz con el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), el Movimiento Indígena Armado “Quintín Lame”, una fracción del ELN y el EPL, pero no avanzó en ningún acercamiento con las Farc, que continuaron su lucha armada.

El último asomo de esperanza de la cesación del conflicto lo tuvieron los colombianos con Andrés Pastrana, presidente entre 1998 y 2002. Emprendió el último diálogo formal con las Farc en el marco del Proceso de Paz del Caguán. Se despejaron 42.000 kilómetros cuadrados: Los  municipios de Meta y Caquetá (San Vicente del Caguán, La Macarena, Uribe, Mesetas y Vista Hermosa). La agenda contenía diez puntos y fue llamada “Política de paz para el cambio”. Hay que reconocerlo, como coinciden en asegurar varios historiadores, que el proceso se caracterizó por su falta de organización, las irregularidades en la zona de despeje, la falta de voluntad de la insurgencia para mantenerse en la mesa y la improvisación del Estado.

Pero junto a esta realidad que no podemos ignorar, surgió otra: el incremento de la actividad paramilitar, los secuestros, extorsiones, asesinatos y ataques a la población civil. El 20 de Febrero de 2002 el proceso Pastrana – Farc  llegó a su fin tras el secuestro del ex congresista Luís Eduardo Gechem en un vuelo comercial.

Y esa condición de desesperanza que embargaba a los colombianos, le permitió a Álvaro Uribe Vélez asumir la Presidencia en el 2002, esgrimiendo como principal argumento, la “política de tierra arrasada” a la que puso un nombre veintijuliero: “Seguridad Democrática”.

Diálogo con los paras pero no con la insurgencia

Durante el mandato de Álvaro Uribe se celebran negociaciones y acuerdos con los grupos paramilitares del país, que tras la promulgación de la ley de Justicia y Paz en 2005, dio lugar a la desmovilización de alrededor 30.000 integrantes de las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC, y la entrega de los principales mandos de esas organizaciones.

Los únicos acercamientos que se produjeron entre Gobierno y FARC fueron acuerdos humanitarios con el fin de liberar secuestrados. Por otro lado, se intentó dialogar con guerrilleros del ELN pero resultaron fallidos por discrepancia entre las partes.

En todos los casos ha habido siempre un manto de desconfianza, no solo entre las partes en conflicto sino entre los propios colombianos pero –curiosamente–cada vez que se producen condiciones para negociar surgen las voces de los “enemigos de la paz” que llegan a tener tal fuerza de convencimiento, que llegan incluso a ocupar más de 20 curules en el Congreso.

Estamos en una nueva etapa, por cierto bastante avanzada, que inició el 4 de septiembre del 2012. Los diálogos de La Habana deben fortalecerse y más con un ingrediente que se torna urgente y necesario: El cese bilateral al fuego, aun cuando haya enemigos de este paso que ha probado su eficacia en otras negociaciones con la insurgencia en países donde se logró llegar a la finalización del conflicto armado.

NOTA OBLIGATORIA:

La presente columna compromete el pensamiento del autor y no necesariamente encarna la posición del movimiento sugoviano.

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